
Texto del libro La terapia de sauna para el siglo XXI.

Capítulo 3
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Introducción
Para un animal humano que respira aire, de baja altitud y subtropical, la mayor parte del planeta Tierra representa un lugar hostil.
– Mike Tipton –
A menudo imaginamos nuestro planeta como un vibrante “planeta azul”, rico y abundante en recursos. Sin embargo, en realidad, los seres humanos solo podemos habitar aproximadamente el 15% de la superficie terrestre. El resto está compuesto por océanos, montañas, hielo o desiertos: zonas inhóspitas para la vida humana.
Mike Tipton, profesor universitario en la Universidad de Portsmouth, en el Reino Unido, explica que los humanos, originalmente animales tropicales, estamos en constante enfrentamiento con desafíos ambientales. Al asentarnos en regiones muy alejadas del clima cálido de nuestros ancestros, vivimos en un estado permanente de adaptación, enfrentando las exigencias únicas de entornos muy diversos.
Uno de los desafíos fundamentales para todos los seres vivos es mantener una temperatura interna adecuada. A lo largo de la evolución, los organismos han desarrollado sistemas sofisticados para conservar ese equilibrio y sobrevivir incluso en condiciones extremas. Los humanos no somos la excepción. La evolución nos ha dotado de un complejo conjunto de mecanismos—algunos heredados de organismos anteriores y otros únicos en nuestra especie—que mantienen nuestra temperatura central dentro de un rango estrecho, sin importar las condiciones externas o internas.
Durante la mayor parte de la historia humana, dependimos en gran medida de estos sistemas naturales de termorregulación. Sin embargo, la expansión de nuestro córtex prefrontal nos permitió inventar herramientas, dominar el fuego, fabricar ropa y, eventualmente, desarrollar aire acondicionado. Estas innovaciones trajeron comodidad, facilitaron la supervivencia… y también introdujeron nuevas complicaciones. De repente, ya no necesitábamos tanto esfuerzo para conseguir alimento, desplazarnos o mantener nuestra temperatura interna. Con ropa eficiente y ambientes climatizados, nuestros sistemas de termorregulación se volvieron menos necesarios y, por tanto, menos activos.
Aunque estos avances sin duda han mejorado nuestra calidad de vida—haciéndola más cómoda, conveniente y, en muchos aspectos, más placentera—, también han tenido un costo. La evolución tiende a reducir o eliminar funciones que ya no son esenciales para la supervivencia. Por ejemplo, hemos perdido la cola y la capacidad de mover las orejas hacia los sonidos, cambios que tienen poca repercusión en nuestra salud o supervivencia. Sin embargo, la pérdida de capacidad para adaptarnos al estrés térmico tiene consecuencias mucho más graves.
La regulación térmica es una función homeostática esencial en los animales homeotermos, incluidos los seres humanos. [1] Requiere que el cuerpo mantenga una temperatura interna relativamente estable. Como veremos más adelante, esta función está profundamente vinculada a muchos otros procesos metabólicos. Cuando se debilita, esos otros procesos también pueden deteriorarse, afectando negativamente la salud general.
En esencia, la comodidad que tanto buscamos puede debilitar nuestro organismo, fomentar enfermedades y, en última instancia, acortar nuestra vida. Reconocer este intercambio es un mensaje clave—y quizá el primer mensaje importante de este libro. Mantener y fortalecer nuestra capacidad de termorregulación es vital para la salud y para vivir una vida más larga y robusta.
Por supuesto, renunciar al confort o al progreso no es realista ni necesario. Los humanos siempre hemos buscado reducir el esfuerzo y conservar energía, una inclinación natural enraizada en nuestra evolución. Avances como la inteligencia artificial y la automatización acelerada reducirán aún más los desafíos físicos que nuestros cuerpos deben afrontar para satisfacer sus necesidades fisiológicas básicas.
Desde hace tiempo entendemos los riesgos de salud asociados al sedentarismo y a una dieta inadecuada, ampliamente reconocidos como factores principales en el desarrollo de enfermedades crónicas. [2] Mucha menos atención se ha prestado a la ausencia de otros desafíos que moldearon nuestra evolución. Por ejemplo, la falta de exposición a las variaciones naturales de temperatura—y sus posibles consecuencias—sigue siendo un tema poco explorado.
Pocas personas reflexionan sobre lo que implica vivir en ambientes con temperatura controlada, y la literatura científica sobre este tema es sorprendentemente escasa. Esto podría dar la impresión de que se ha pasado por alto, pero no es así. Existe abundante evidencia que destaca los beneficios de la exposición breve al estrés térmico, ya sea por calor o por frío, así como los mecanismos de adaptación que se activan ante estas experiencias. De esto se desprende una conclusión crucial: si la exposición al estrés térmico es beneficiosa, entonces su ausencia probablemente tenga efectos negativos.
Estos efectos adversos pueden ser graves, incluso mortales, especialmente en poblaciones vulnerables. Por ejemplo, la termorregulación deficiente, especialmente en personas mayores, contribuye a miles de muertes prematuras cada año. [3] Esta problemática se ve agravada por los cambios climáticos y el aumento de fenómenos meteorológicos extremos, que se espera intensifiquen aún más estos desafíos. [4]
Comprender la importancia de reintroducir el estrés térmico controlado en nuestra vida, sin renunciar a los beneficios del progreso moderno, podría ser un paso fundamental para abordar este aspecto frecuentemente ignorado de la salud y el bienestar.
La sauna potencia los mecanismos termorreguladores del cuerpo, especialmente cuando se combina con un baño frío. Esta combinación fortalece la capacidad del organismo para adaptarse a las variaciones de temperatura y mejora una amplia gama de procesos fisiológicos estrechamente relacionados con la termorregulación. El uso regular de la sauna y la terapia de frío puede activar estos sistemas y contribuir significativamente a la salud general y la resiliencia del cuerpo.